El avance de la justicia universal

Los argumentos vertidos para desterrar la aplicación de este principio de
justicia penal internacional son variados y alguno poco riguroso:
técnico-jurídicos, económicos, de política exterior, de falta de capacidad de
nuestros tribunales para asumir esa carga de trabajo en detrimento de nuestra
justicia o incluso sobre el egocentrismo o protagonismo de algunos jueces.

La paradoja es sorprendente. En España, el principio de justicia universal
se ha aplicado sin controversia alguna hasta el inicio de los casos Pinochet y
Argentina en 1996. Todos saludábamos con satisfacción que los jueces de la
Audiencia Nacional abordaran en aguas internacionales barcos cargados de droga,
cuando ni siquiera el destino del cargamento fuera España ni existiera nexo
alguno de los hechos, buque o tripulación con nuestro país. Por el contrario,
el aplauso a los jueces y fiscales, en la persecución del narcotráfico, se
torna injustificadamente en censura cuando se trata de enjuiciar crímenes
contra la humanidad que desgarran el corazón de los Derechos Humanos.

La razón no es otra que el indudable componente político afecto a las
circunstancias en las que se cometen estos horrendos crímenes, en su mayoría
desde las estructuras de poder de iure o de facto. Y, precisamente, desde los
países donde se ejecutaron los hechos se despliegan todo tipo de estrategias
para garantizar la insoportable impunidad de sus autores y partícipes. En el
ámbito interno, dictan leyes de auto impunidad; y, en el externo, orquestan
inadmisibles estrategias políticas y diplomáticas, que terminan surtiendo
efecto, y muy especialmente cuando provienen de los Estados poderosos, a costa
de los Derechos Humanos.

Buena muestra de ello han sido las actuales presiones de Israel o Estados
Unidos al Ejecutivo español para cerrar como fue-re los casos que les
afectaban, además de permitirse rechazables ataques a los jueces Garzón, Pedraz
y Andreu. La interesada devaluación de este principio internacional se
corresponde con un equivocado enfoque desde el Derecho interno, cuando el
análisis debe efectuarse desde el Derecho internacional, singularmente mediante
el compromiso adquirido en diferentes convenios (por ejemplo, Genocidio,
Tortura o Convenciones de Ginebra), al que nos debemos. Éste, por un lado,
desde épocas remotas, ha fundado el principio universal en la naturaleza de los
delitos, su extrema gravedad, y, consecuentemente, en el compromiso
internacional para su persecución. Cada vez que se comete un crimen
internacional de primer grado resulta lesionada su víctima, pero también toda
la comunidad internacional es ofendida. Y, por otro lado, para la aplicación de
este título jurisdiccional es innecesario, según el Derecho internacional, como
recordó nuestro Tribunal Constitucional (STC 237/05), cualquier punto de
conexión como la presencia física de sus responsables en España o que las
víctimas sean españolas.

La Corte Suprema de Israel, hoy detractora de la justicia universal, en el
caso Eichmann, basándose en el principio de competencia universal, resaltó que
"el derecho del Estado de Israel a castigar al acusado derivaba de una fuente
universal -patrimonio de toda la humanidad- que atribuye el derecho de
perseguir y castigar los crímenes de esta naturaleza y carácter, porque afectan
a la comunidad internacional, a cualquier Estado de la familia de naciones, y
el Estado que actúa judicialmente lo hace en nombre de la comunidad
internacional".

El consenso para el enjuiciamiento de estos crímenes, cimentado después de
los horrores de la Segunda Guerra Mundial, en el Derecho de Núremberg, aunque
congelados en la Guerra Fría, se rescató con la creación de los Tribunales
Penales Internacional especiales (ex Yugoslavia o Ruanda), de tribunales mixtos
(como los de Sierra Leona o Líbano) y, especialmente, con la instauración de la
Corte Penal Internacional (CPI). Tribunal, este último, llamado a ser el
verdadero órgano universal de enjuiciamiento de los crímenes de genocidio, lesa
humanidad, guerra y agresión. Estos tribunales supranacionales, sin embargo, no
colman las exigencias de justicia. Las limitaciones con las que nacieron -por
razón del tiempo en el que los hechos se cometieron, del lugar o del tipo de
crimen- han desembocado en insalvables impedimentos para sentar en sus
banquillos a los responsables de tan repugnantes crímenes. La Corte Penal
Internacional, por ejemplo, sólo puede enjuiciar hechos cometidos con
posterioridad al 1 de julio de 2002 y que afecten a situaciones de países que
han ratificado su Estatuto.

Este insatisfactorio escenario judicial internacional traslada, por
imperativos del Derecho internacional, el deber de combatir la impunidad y la
violación de los Derechos Humanos a los tribunales nacionales. Los órganos
judiciales de Francia, Bélgica, Alemania, Canadá, Senegal o España, entre
otros, lo han demostrado.

En nuestro caso, el desarrollo del principio universal y su aplicación por
nuestros tribunales ha sido, tal vez, la mayor aportación a la comunidad
internacional en la defensa de los Derechos Humanos.

Si existe anuencia por parte de los Estados en que hay que juzgar a los
grandes criminales, ¿por qué éstos no cumplen su obligación de juzgar los
crímenes internacionales (ius cogens) cometidos por sus ciudadanos? La
respuesta, si no quieren soportar un juicio en terceros países o tribunales
supranacionales, es sencilla. Deberán no sólo incoar un procedimiento penal,
sino demostrar -lejos de aparentar o maquillar simuladamente la existencia de
un caso abierto- que se está practicando una auténtica y eficaz investigación
judicial ante sus tribunales. En caso contrario, intervendrán los tribunales
internacionales o los nacionales de terceros países en aplicación del principio
de justicia universal. Sin embargo, estas premisas de Derecho internacional se
soslayan por aquellos Estados que buscan perpetuar una intolerable impunidad.
No juzgan o no lo hacen de acuerdo con los estándares del proceso debido, se
oponen a las "injerencias" de la justicia universal y no firman el Estatuto de
la Corte Penal Internacional o no aceptan su competencia. Este déficit no puede
ser soportado por las víctimas. Éstas gozan del derecho a la justicia, y la
comunidad internacional está obligada a procurarlo. Ante la ausencia de un
tribunal penal internacional plenamente efectivo y eficaz, el principio de
justicia universal, ejercido en cualquier país, no sólo en España, es hoy el
instrumento imprescindible para la persecución de los más graves crímenes
internacionales que destrozan la dignidad de las personas.

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