Apoyando a la transición democrática

09/02/2011
Comunicado
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La revolución tunecina constituye una extraordinaria novedad en su región. Es moderna, mixta, democrática, secular, sus lemas se inspiran de los principios universales de libertad y de igualdad. De esta forma, no se asemeja a ninguno de los movimientos que ha conocido el mundo árabe en el último medio siglo. Pero nueva no significa sin historia. Desde antes de la colonización, la cuestión de la modernidad ha sido planteada por las élites intelectuales y políticas, que sentaron las bases de un Estado nacional autónomo. Desde principios del siglo XX, la cuestión de la condición de las mujeres fue debatida. Y el régimen de Bourghiba, a pesar de su autoritarismo, arraigó algunos principios fundamentales de la modernidad en las leyes y en las prácticas sociales. El régimen de Zine El Abidine Ben Ali no ha conseguido, en 23 años, desmantelar completamente ese pasado. La sociedad tunecina, no tribal, urbanizada, educada, posee esta memoria. Su revolución es innovadora porque es la heredera de una historia real y no de mitos que en otros lugares se consideran fundadores.

No obstante, se habrán necesitado más de cincuenta años para que se libere del arcaísmo que ha caracterizado el ejercicio del poder desde la independencia. En un principio, seducida en su mayoría por el proyecto de sociedad de Bourghiba, aceptó aplazar la exigencia democrática. A partir de 1987, aceptó de forma mayoritaria el contrato tácito que ofrecía su sucesor: el refuerzo de la clase media y la entrada en la sociedad de consumo contra infantilización política y aplazamiento de su acceso a la ciudadanía. Pero el régimen caído el 14 de enero no cumplió su parte del contrato. De hecho, el país pasó del Estado autoritario al Estado policial en el sentido propio del término, es decir, que no era la instancia política quien gobernaba sino su policía. En un país en el que la noción de Estado tiene sentido desde hace dos siglos, el régimen la privatizó en beneficio de unos cuantos bandidos.

Desde el 2008, la aceleración de la historia ha permitido llegar a la caída del régimen. Convencido de su fuerza y de su perennidad, el régimen no había considerado necesario el satisfacer las frustraciones sociales fruto de la crisis mundial que ha golpeado de pleno a una economía orientada al exterior, muy dependiente de los mercados occidentales. Por el contrario, la depredación y el nepotismo se aceleraron, empeorando las desigualdades de una sociedad más bien acostumbrada a la cultura de un determinado consenso social. Marginadas por las decisiones de esa economía al exterior, las regiones interiores se sintieron abandonadas. La revuelta de la cuenca minera de Gafsa-Redeyef en el 2008 fue ignorada por un poder autista que respondió con mayor represión. La prohibición de todos los espacios de expresión independientes, que finalmente alcanzó las redes sociales de internet, únicas vías de escape de una juventud ansiosa por formar parte del mundo, impulsaron la revuelta.

De forma paralela al aumento de la desesperación popular y de la exasperación de una parte cada vez mayor de las clases medias y de las élites intelectuales, los clanes familiares prepararon la sucesión del jefe de estado con el fin de acaparar todo el poder. En agosto 2010, menos de un año tras las “elecciones” presidenciales de octubre 2009, el llamamiento lanzado a Ben Ali por un número considerable de adoradores para que se presentara nuevamente en el 2014, acabó en cierta forma con el régimen. De hecho, los tunecinos se sintieron atrapados de forma definitiva. ¿Este poder no tiene final? ¿Después de Ben Ali, los Trabelsi? De tanto poner cerrojos a las puertas, el régimen obligó a los tunecinos a derribarlas para liberarse. Las frustraciones, la ausencia total de horizonte, han favorecido una alianza inédita de clases: la revuelta popular se extendió rápidamente a todos los sectores de la sociedad, puesto que todos eran perdedores en la continuación del régimen. Así, la memoria colectiva de una larga historia y el pasado reciente se unieron para dar lugar a reivindicaciones cuyo punto común es el deseo de toda una nación y de su juventud por acceder a la ciudadanía.

El presidente estadounidense Barak Obama es el primer dirigente occidental que ha comprendido el carácter universal de la insurrección tunecina. Abarca de hecho todas las que le han precedido: la de los capitanes antifascistas de Portugal de 1974, la revuelta anti-totalitaria de los polacos de Solidarnosc, y otras muchas. En la actualidad, los occidentales deben entender que en el sur del Mediterráneo se está produciendo un mar de fondo similar a los que aplaudieron en el pasado. Tienen el deber de involucrarse, puesto que en caso contrario, traicionarían una vez más sus principios. Ya no es el momento de mostrar una actitud desenfadada con respecto a lo que ocurre en la otra orilla del mar común.

¿Como acompañar a esta joven y aún frágil revolución? En primer lugar hay que protegerla. El Túnez democrático que empieza a construirse evoluciona en un entorno peligroso. Los regímenes despóticos, monárquicos o militares que le rodean, harán todo lo posible por desestabilizarlo, puesto que temen el contagio. Conocemos los daños que puede provocar un Mouammar Khaddafi, radicalmente opuesto al movimiento tunecino de emancipación. Los Estados Unidos y la Unión Europea deben demostrar a sus interlocutores árabes que están junto a este nuevo Túnez y que cualquier intento de desestabilización repercutiría en sus relaciones.

Otro ámbito en el que deben intervenir es el de la economía. Túnez no es un país que viva de las rentas. Debe esforzarse por satisfacer las aspiraciones de su población. Ante todo es conveniente tranquilizar a los inversores y turistas que se precipitan cada año a sus playas. No, la democracia no es peligrosa. Al contrario, al desmantelar el sistema de depredación que envenena la economía desde hace más de veinte años, contribuye a sanearla. Los gobiernos occidentales tienen el deber de transmitir este mensaje a sus inversores, así como a las instituciones financieras internacionales y a las agencias de calificación encerradas en el falso silogismo que consiste en considerar a los regímenes autoritarios como una garantía de estabilidad y su legitima contestación como un peligro de anarquía.

En la actualidad, el Banco Mundial, el FMI, la UE deberían apoyar a la transición tunecina dando tiempo al país para que se dote de nuevas instituciones y nuevos dirigentes. Cuando en Grecia, España, Portugal, Europa del Este, los pueblos derribaron el yugo de la dictadura, Europa les tendió la mano. Ahora le toca a la orilla sur del Mediterráneo. Esos deberían ser los nuevos paradigmas de una política de vecindad inteligente. Europa puede utilizar rápidamente las herramientas de las que dispone para brindar su apoyo. Bruselas debería reexaminar sus relaciones con el mundo árabe desde la perspectiva de lo que ocurre actualmente en Túnez.

Por último, desde el punto de vista interno, es necesario eliminar malentendidos. Se empieza a rumorear que el desorden se instala. Sí, un período prolongado de confusión puede fragilizar la transición. ¿Pero se ha visto alguna vez una revolución ordenada? La revolución tunecina es sorprendentemente comedida en su desarrollo y sus reivindicaciones.

Una vez que el nuevo gobierno se haya librado de todos los incondicionales del antiguo presidente Ben Ali, cobrará legitimidad ante una población que tiene razones para permanecer alerta pero que necesita también ayuda para no sucumbir a la tentación de cualquier abuso. Rápidamente, deberá ocuparse de desmantelar el aparato de seguridad que sigue existiendo. Las autoridades de la transición deberán velar por que las elecciones se celebren en un país libre de todas las antiguas cadenas del difunto Estado-Partido. Así, las fuerzas políticas podrán organizarse libremente para ofrecer cada una su programa al pueblo tunecino, quien decidirá.

De la elección de un proyecto dependerá el futuro. Túnez, estas últimas semanas, ha mostrado una imagen admirable. La sociedad civil, los defensores de los derechos humanos, que luchan desde hace años la espalda contra la pared, varias generaciones cada una con su cultura, han mostrado una nación ampliamente modernizada y de carácter laico, que no tiene la intención de dejarse arrebatar sus conquistas. Se repetía constantemente que la modernidad había perdido terreno en ese país y que los partidarios de la laicidad eran solo puñado. La calle ha demostrado lo contrario.

No obstante, existen otras fuerzas, incluidas las del islam político. Es saludable que puedan expresarse ahora en la legalidad. ¿Se convertirán en hegemónicas? El Túnez conservador, en el que la religiosidad ha recuperado de forma significativa bajo Ben Ali el terreno que había perdido bajo Bourghiba, en el que el machismo sigue causando estragos, es su caldo de cultivo. Por supuesto, se debe seguir luchando contra los fantasmas occidentales de un mundo árabe fácilmente “talibanizable”. Pero estas sandeces no deben ocultar la realidad de la existencia de una corriente religiosa. El Túnez democrático debe construirse incluyéndolo en el espacio político y luchando contra su proyecto de sociedad al mismo tiempo. Su revolución ha esgrimido ante el mundo su reivindicación de universalidad, igualdad, ciudadanía. Al inscribir estos principios en el mármol, conseguirá construir una auténtica democracia. La lucha contra la dictadura debe dejar paso a la lucha por las libertades de todos y todas. Con ello, Túnez uniría su presente con su pasado y contribuiría a redefinir los retos de las relaciones entre las dos orillas del Mediterráneo.

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